domingo, 10 de enero de 2010

Cuarenta compañeros

El olor a cera e incienso es intenso. Los cantos de los canónigos se oyen al fondo del coro, a intervalos regulares. Es Jueves Santo, la solemnidad del día se impone por los cuatros rincones de la enorme Catedral, mientras un paso a ritmo lento, cruza la nave principal. Estoy sentado de manera incomoda en el coro, jugando con micompañero y amigo. Un año más, estamos aquí en Semana Santa, mientras el resto de niños, se dedican a jugar al fútbol o al trompo.
Una sucesión de ceremonias de este tipo han marcado mi vida, he escuchado miles de misas interminables, una tras otra.
Mis juegos han sido, todos en el colegio con mis únicos cuarenta compañeros.
Siempre he recibido instrucciones de ser responsable y trabajador.
Cuando los demás niños, el día de Reyes, salían a la calle entre chillidos de placer, por los juguetes que les traían los Reyes, yo estaba en la iglesia del Gran Poder cantando una misa. En Semana Santa, misa todos los días, en Junio, el Corpus. En verano teníamos 15 días de vacaciones, en Diciembre, La Purísima. En Navidad la cena de Nochebuena se veía interrumpida por la asistencia a la Catedral, para oír la misa del gallo. Todo esto aderezado con los sábados hasta las diez de la noche cantando en la Catedral. Innumerables bodas, de gente aristocrática, eventos y demás festejos, donde había que cantar.
Lógicamente, os preguntareis, ¿cuando disfrutaba del ambiente familiar?. Algún domingo suelto. No tenía vacaciones, tiempo libre, ni demás zarandajas que tenían mis amigos del barrio. Solo responsabilidad, trabajo duro, pocos helados y poca relación con el mundo exterior. Toda mi relación se reducía a mis cuarenta compañeros.
Cuantas mañanas de fiestas, me he levantado temprano, mientras en mi casa y en el resto del vecindario, no se oía nada, todo el mundo dormia. Me cruzaba con los empleados de la limpieza echando agua a la calle, obreros con su canasto, camino de la fábrica, cierres de comercio abriéndo sus ruidosas persianas, mujeres enlutadas dirigiéndose a la primera misa o algún rosario de la aurora. Fueron nueve años de dura lucha. Nueve años de privaciones y de ilusiones perdidas.
Han pasado los años, me acostumbre a la relación con mis cuarentas compañeros. Mi mundo se reducía a ese colegio y esos cuarenta compañeros. No tenía amigos en el exterior, no coincidían horarios, vacaciones ni gustos.
De pronto me encontraba con quince años, y sorpresa, no sabía jugar con otros jóvenes, ni disfrutaba de las vacaciones, nunca las tuve. No sabía divertirme, ni ocupar mi tiempo libre.
Pero encontré otro lobo estepario, su pelaje gris, su hocico humedo, inadaptado socialmente, enseguida congeniamos. Pase de cuarenta a un compañero. Este lobo estepario, fue mi sociedad, mi filtro, mi pantalla al mundo, a través de el me relacionaba con los demás.
Han pasado los años, sigo rehuyendo el contacto con el mundo, aparezco y desaparezco a mi antojo, siempre busco la sorpresa, el deslumbramiento, las sombras.
Me he acostumbrado a este escenario que es la vída, cuando se apagan las candilejas, abandono el escenario y busco un nuevo teatro para representar mi papel, como lobo estepario.
No es una vida fácil, pero la mayoría del tiempo, me siento cómodo.
Solo a veces, cuando no hay público en el patio de butacas, entristezco, esperando, maldiciendo, ¿nueva función?

Joaquín Vidal, enero de 2001

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