lunes, 11 de enero de 2010

Recuerdos

Mientras bajaban la caja, se dejaban oír unos sollozos, ahogados por el monótono rezo del cura.


Mis pensamientos, sin querer, retrocedieron, días, meses atrás. Recordaba aquellos días de invierno, con el tibio sol entrando por las ventanas, mientras dormitaba mirándola de cuando en cuando. A veces me daba de comer con sus propias manos, amorosamente fijando sus cándidos ojos en mí.


Los domingos y días de fiesta paseábamos por el parque, observando cómo las infinitas gotas de rocío rodaban por el verde terciopelo de las hojas, hasta caer en la tierra húmeda.


En las raras ocasiones que ella salía sola de casa, yo esperaba impaciente su regreso, no separándome de su lado cuando la veía llegar, dando grandes muestras de alegría.


Cuántas veces me he bañado en el mar mientras ella, con el agua hasta las rodillas, me gritaba desde la orilla que no me alejara. Yo, para que ustedes lo sepan, lo hacía queriendo con tal de escuchar su voz preocupada. Esas tardes nos encantaba ver morir el día echados en la fina arena, observando como el sol se escondía por el horizonte. El rato que pasaba antes que las sombras invadieran el día era, para mí, el mejor momento; se iniciaba un fantástico canto de belleza de la naturaleza, despidiendo el día y dando la bienvenida a la noche.


También, las menos veces, la he visto postrada en la cama, atendida por dos o tres personas muy ruidosas, pero que con sus idas y venidas la volvían a la vida. En esos momento yo hacía bien poco, la miraba con dulzura, hasta que un ensayo de sonrisa aparecía en su rostro.


No sé si comprenderán el afecto tan inmenso y sincero que sentíamos el uno por el otro, creyéndonos solos en este mundo. Ella siempre me ayudó, cuidándome, preocupándose amorosamente, como aquel día que salí de casa solo. Al volver en la noche, mi corazón se partió al verla arrebujada en una manta, sentada en el borde de un escalón, mientras gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas al pensar que nunca más volvería a verme.


El ruido de la pala encajando las losas me sacó de mis pensamientos. Las personas allí reunidas empezaron a marcharse, nadie me prestó la menor atención.


Con pasos cortos me acerqué al agujero ya tapado, adornado con bonitas flores, y, dando dos ladridos lastimosos donde encerraba toda mi amargura y amor, me alejé con el rabo entre las patitas.


Me encaminé a la puerta olisqueando aquí y allá, no sin antes volver dos veces la vista atrás, despidiéndome de mi “Ama Luisa”, guardando su recuerdo en mi corazón.

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